He hablado ya otras veces de este tema en el blog, porque
aparte de que la muerte siempre ha sido de mucho interés para mí, noto que es
una de las cosas que más cambian cuando eres reencarnacionista. Y recuerdo a
los lectores que ser reencarnacionista va mucho más allá de “creer en la
reencarnación”. Por mucha fe que se
tenga en algo, no creo que proporcione el mismo alivio que SABER que la
reencarnación es un hecho.
Estoy siguiendo una serie estadounidense bastante
recomendable que se llama Proof. No
es que se vaya a convertir en una de mis favoritas: la protagonista es
demasiado cerrada de mente para mi gusto —aunque espero que sus propias experiencias
acaben cambiando su forma de pensar—, y tengo la impresión de que jamás van a
conseguir pruebas de nada, como en el mundo real. Pero se dan situaciones en
casi todos los capítulos con los que me siento muy identificada. Situaciones
que son muy cotidianas y que cualquier persona habrá vivido alguna vez. Bien,
pues la mayoría de ellas tienen que ver con ese momento en el que te tienes que
enfrentar a la muerte, ya sea la de un familiar cercano, o la tuya propia.
Quizá algunas reacciones de los personajes me parezcan algo exageradas. Es una
serie de ficción después de todo, aunque está muy bien basada en investigaciones
reales, y no tengo nada que objetar. Sin embargo, estoy segura, por lo poco que
he vivido en primera persona (en esta vida), en cuestiones “mortales”, que
la mayoría de la gente no está muy lejos de comportarse de forma similar. Por
ejemplo, hoy me llamaba la atención cómo una mujer pensaba que el corazón que
había donado de su pareja fallecida, y que había empezado a fallar en el cuerpo
del paciente receptor, era como una segunda muerte de su pareja, como si la
estuviera perdiendo otra vez. Ese grado de apego a un simple órgano es
preocupante... Aun con mis propios reparos a donar, yo sé que cuando esté al otro lado lo que menos me va a importar es lo
que hagan con mi cuerpo (esto lo digo por experiencia, no es retórica). El
otro día, también en la serie, una señora se escandalizaba y poco menos que
tildaba de loca a otra señora que estaba convencida de que su hijo había
reencarnado en el hijo de esta señora. La primera señora era incapaz de
comprender cómo dos cuerpos, con distinto nombre físico, podían seguir siendo
la misma “persona”, es decir, la misma alma. La verdad es que yo jamás he
tenido este tipo de dudas, ni siquiera cuando todavía ni creía ni dejaba de creer
en la reencarnación, pero por lo visto es una pregunta muy común entre los
escépticos (y agnósticos).
Pasa el tiempo y las experiencias que he tenido, los
recuerdos que poco a poco voy amontonando en mi diario de vidas pasadas, van
quedando en un segundo plano, como si hubiera sido todo un sueño. Pero siempre queda algo: las enseñanzas,
las convicciones, la seguridad que tengo ahora de que la muerte no significa
nada. Como mucho, es un breve periodo de tiempo en el que nos vamos a
sentir algo desequilibrados, algo incómodos. Dejamos atrás muchas cosas,
incluido uno de nuestros cuerpos. El cambio es realmente profundo, y los
cambios son siempre difíciles. Tenemos que hacer frente al dolor físico, al
dolor psíquico, al dolor de nuestros seres queridos a quienes en muchos casos
nosotros mismos tendremos que consolar... pero no es más que eso. Siempre lo he dicho y siempre
lo diré: una de las principales razones por las que sigo escribiendo este blog,
a pesar de que no me trae apenas satisfacciones, es extender el mensaje de que
la muerte no es el fin. La gente no debería sufrir por eso. La gente no debería
pasar el tiempo lamentándose de que en todo el mundo hay guerras y se producen
miles de muertes cada día, sino trabajando por construir un mundo mejor,
empezando por lo que tenemos más cerca.
Y lo digo en una época en la que mi propio dolor por la
pérdida en una guerra, de alguien del pasado a quien quería mucho, se acrecienta.
Porque aunque la muerte no exista, las emociones no desaparecen tan fácilmente.
La diferencia es que ahora soy capaz de
ver más allá del dolor. Habría dado lo que fuera por haberlo sabido
entonces: que en realidad no estaba perdiendo a nadie, que no tenía razón para
sucumbir a las desgracias, que debía luchar contra las adversidades con toda mi
fuerza, hasta que no fuera posible seguir luchando. La joven que era en aquel entonces no sabía que la eterna oscuridad no
existe, y ahora su dolor es mi dolor. Aún así, lo acepto y le pido que por
favor siga llorando, gritando, a través de mí, porque todo forma parte de
nuestro aprendizaje, de nuestro crecimiento. Hay momentos en los que la muerte
me sigue dando miedo, claro, porque hay muertes que traen mucha agonía y
sufrimiento. Pero al mismo tiempo esa especie de serenidad interior que te da
el conocimiento verdadero nunca desaparece. Sé que he muerto muchas veces antes,
y luego he vuelto a nacer, así que no debe ser tan malo. No creo que sea muy
distinto a un parto.
Cuando conozco a alguien que duda de la supervivencia del alma
después de la muerte, solo puedo aconsejarle una cosa: que intente recordar sus
vidas pasadas. Eso es lo que te lleva de una creencia a una certeza. No
inmediatamente, por supuesto, pero al final llegas a ese punto. Dicen que la fe es poderosa. Pues discrepo:
recordar es mil veces más poderoso. Lo triste es que sospecho que la
mayoría de las personas se da la vuelta y no se molesta ni en escuchar. Ya
dudan de que haya algo después de la muerte, como para pensar que existe la
reencarnación... Y yo no puedo más que callar y pensar que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
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