Hace tiempo que no publico nada nuevo en el blog, y es que
mi vida se ha convertido en una especie de torbellino en la que apenas
encuentro tiempo para hacer todo lo que me gustaría hacer. He vuelto a
trabajar, tengo dos libros por acabar de escribir y publicar, otro esperando en
algún rincón de mi mente, y múltiples proyectos que sacar adelante. Digamos que
mi energía se halla un tanto dispersa, y por tanto me es difícil concretar mis
ideas y plasmarlas en una breve entrada. Pero aún así, lo intentaré.
El otro día conocí a una persona que me va a ayudar en uno
de esos otros ámbitos de mi vida, y me dijo que se dedicaba a “empoderar” a las
personas. Me gustó esa palabra. Por supuesto, se refiere a un “empoderamiento”
en el buen sentido, no en la forma de empoderamiento que tienen muchos
políticos. Se refería a dar a las personas las herramientas, los conocimientos
y la confianza necesaria para trabajar utilizando determinadas técnicas de
curación.
Me he dado cuenta de que antes de ella, ya había tenido en
mí un efecto parecido el recordar vidas pasadas. Hace tiempo que escribí un
artículo sobre los beneficios de recordar vidas pasadas, y siento que hoy
podría alargarlo mucho más. Ya era capaz de notar esos cambios internos y
profundos en mí, esa transformación que supone hacerte consciente de quién
eres, y conocer todas las pruebas por las que has pasado. Pero hasta este
momento, cuando he tenido que enfrentarme de nuevo a la vida real, no sabía de
verdad cómo de poderosa es esa transformación. Ahora no solo es que vea las
cosas de manera distinta, sino que los problemas parecen empequeñecer. Soy
capaz de controlar mucho mejor mis emociones, de reaccionar mucho mejor a las
adversidades. Incluso soy capaz de comprender mucho mejor a la gente que me
rodea y transmitirles cierto sentimiento de paz y tranquilidad, porque aunque
ellos no lo sepan, yo sí lo sé: no hay nada en el mundo lo suficientemente
grave como para no poder luchar y superarlo. Cuando has vivido varias guerras y
has sido testigo en propia piel de lo crueles que pueden llegar a ser
determinados seres humanos, las pequeñas preocupaciones del día a día, esas por
las que a veces perdemos el sueño, son solo nimiedades que te hacen sonreír. No
sé muy bien cómo explicarlo, pero es como si de dentro de ti surgiera un brillo
que lo ilumina todo y que puede contagiar a los demás.
Esta mañana me decía a mí misma: “Tal vez es solo el poder
de la fe”. ¿Me siento así simplemente porque mis experiencias me han llevado a creer firmemente en la reencarnación y
la supervivencia después de la muerte? La respuesta es instantánea: NO. “La fe
mueve montañas”, dicen. No es que pueda negarlo, porque el poder de la mente
humana no tiene límites. Sin embargo, sé que lo mío es mucho más que fe. Recuerdo
varias vidas en las que la fe fue importante, en las que puse mis esperanzas y
mis deseos en algo externo a mí. En esas vidas vi cómo otros se entregaban a
esa fe, pero eso jamás les condujo a una vida mejor, sino a la resignación más
absoluta, permitiendo que otros siguieran cometiendo sus crímenes impunemente.
También me apena ser testigo aún hoy día de personas que creen que respondiendo
“Amén” en un mensaje de Facebook con una bonita foto de un santo se vayan a
solucionar las cosas. No. Las cosas se solucionan actuando, tomando partido,
siendo conscientes de que no tenemos nada que perder, que estamos aquí para
vivir con todas las consecuencias, no para escondernos detrás del miedo o la
inseguridad, que es lo que nos hace pedir a otros que las cosas vayan bien,
cuando somos nosotros los únicos que podemos trabajar en ese sentido. A mí la
fe por sí sola jamás me sirvió. Pero sí me sirve haber llegado a la convicción,
a través de mis propias experiencias, de que la reencarnación es un hecho. Y, sobre todo, haber recordado quién soy y de lo que soy capaz, para no caer en la desesperanza y continuar luchando por construir un mundo mejor, aunque vuelva a fracasar. Después de todo, no es el resultado lo que cuenta, sino la intención. O, al menos, eso dicen...