Sabía que
había hablado antes sobre esto. Cuando he buscado la entrada correspondiente,
he recordado que una de mis citas favoritas en la actualidad ya la leí hace
mucho tiempo en un libro de Roger Woolger, psicoterapeuta estadounidense que
todo el que esté interesado en recordar vidas pasadas debería conocer. La cita,
de Carl Jung, dice así:
“No es posible alcanzar la conciencia
sin dolor. Uno no alcanza la iluminación imaginando figuras de luz, sino
haciendo consciente la oscuridad”.
Hacer
consciente la oscuridad significa que de dentro de ti van a surgir emociones
que ni siquiera sabías que estaban ahí. Significa despertar a la bestia que
llevas dentro. Significa darte cuenta de que tú también eres capaz de odiar,
engañar, violar, matar. Cuando llevas un tiempo en esto de la reencarnación,
eres capaz incluso de saber si una persona ha recordado de verdad vidas
pasadas, y cuántas ha recordado, solo leyendo sus opiniones o la idea que tiene
sobre ciertos temas. Por ejemplo, ya sabemos que si cree en el karma, lo más
seguro es que no haya recordado aún o haya recordado muy poco. Y, si aún no
comprende cómo es posible que las personas malvadas reencarnen o que vivan
vidas felices, tampoco ha recordado mucho. También si tiene la idea de que ella
es una persona fabulosa y se horroriza tan solo pensando en las atrocidades que “otros”
(siempre son otros, claro) hayan podido cometer en sus vidas. Y si les hablas
claro sobre lo que te ha pasado a ti o lo que has hecho en tus vidas pasadas,
su respuesta será algo como: “Pobre... qué mal lo debes estar pasando. Pero no
te preocupes, sin duda puedes sacar algo positivo y en cuanto te perdones a ti
mismo o a aquellos que te hicieron daño, tu alma habrá ganado en compasión”.
Perdonar.
Hemos creído toda la vida que el perdón es instantáneo. Te metes en un
confesionario, le cuentas al cura que todos los días le pones tres velas negras
a tu vecina del cuarto porque no soportas que le vaya bien con ese chico del
vecindario al que tú dejaste, el cura se lleva las manos a la cabeza, te dice
que reces diez avemarías y asunto zanjado. Dios te perdona. Y así al día
siguiente puedes volver a hacer lo mismo.
Pero lo
cierto es que el perdón lleva algo más de tiempo. Tal vez porque nosotros no
somos como Dios, de acuerdo. Y si no, que se lo digan a las víctimas de malos
tratos, a las víctimas de violación, a los padres que han perdido un hijo
porque alguien lo asesinó, o a los que pasaron treinta años en el corredor de
la muerte hasta que los ejecutaron por inyección letal. ¿Cómo perdonas a tus
agresores? ¿Te los imaginas delante de ti rodeados de un halo luminoso y les
dices “Hala, te perdono. Todos los años de sufrimiento que he pasado por tu
culpa se esfuman a la cuenta de tres. Uno, dos, tres”? Pruébalo, verás que no
se esfuman tan fácilmente. Tal vez creas que esto no funciona porque no tienes
a un hipnoterapeuta al lado que te implante una inducción hipnótica en tu
cerebro que diga “Chip de perdón instantáneo. Di el nombre del agresor y los
años de sufrimiento causados por él se esfumarán en cuanto chasquees los dedos”.
Pruébalo también, si tienes dinero para pagar a un hipnoterapeuta. No solo te
quedarás sin dinero, además pensarás que eres realmente malvado porque ese chip
no funciona contigo. Alguien te dijo que el perdón no tiene que ser de palabra,
sino de corazón, y aún te estás preguntando cómo se hace eso. ¿No existe un
manual sobre cómo perdonar con el corazón? Tienes el odio y el dolor tan
enquistados que es imposible que te los extraigan del alma y en su lugar aparezca
eso que llaman “amor universal”.
Las cosas se
complican aún más si eres a ti mismo a quien tienes que perdonar. ¿Qué es
exactamente lo que tienes que perdonar? ¿Ser como eres y haberla fastidiado en
varias vidas por no haber elegido la opción correcta? ¿Qué es esto, un concurso
televisivo en el que te mandan a un pozo con harina, huevo batido y plumas de
ave si no sabes la respuesta? ¿Tienes que perdonar tu propia estupidez por
haberte dejado violar? ¿O por haberte volado la tapa de los sesos cuando
estabas en medio de una depresión que no te dejaba ni respirar? ¿O por haber
reaccionado violentamente contra tus enemigos, buscándote tú mismo que te
capturaran y te torturaran hasta la muerte? ¿O por haber sentenciado a criminales a ser crucificados cuando ese era el método de ejecución normal para la época? ¿O por haberme defendido y haber derribado a una docena de cazas antes de que me derribaran a mí? ¿Y cómo me perdono a mí misma? ¿Me
imagino dentro de un halo luminoso y me envío buenos deseos para ver si dejo de
odiar a los americanos que me hicieron desaparecer cuando tiraron la bomba
atómica en Hiroshima?
¿Cómo diablos
se sanan las emociones?
Diría que
esta es la pregunta más frecuente que nos hacemos los que recordamos vidas
pasadas. Si no recuerdas vidas pasadas, ni siquiera te la planteas. Estás más
preocupado en saber si en tu próxima vida te reencarnarás en cucaracha por atracar
un banco, o si te puedes estar comiendo a un pariente lejano que se ha
reencarnado en pollo de corral. En cambio, una vez que, por la razón que sea, abres
la puerta a los recuerdos, vienen recuerdos, sí... pero nunca vienen solos. Van
acompañados de fuertes emociones que ya no se van a ir durante años. Son como
hijos que nunca se van de casa. Intenta echarlos, sí, cambia la cerradura de la
puerta, darles dinero y que se vayan a donde sea, pero que se vayan... No. Por
desgracia, esto no funciona así. Los recuerdos y las emociones de vidas pasadas
van y vienen cuando les apetece. Y a veces es difícil convivir con ellas.
Después de un
tiempo recordando, me he dado cuenta de que la mayoría de las emociones tienen
su origen en el dolor. El dolor es lo que subyace detrás de ellas: tristeza,
depresión, ansiedad, odio, miedo, frustración, celos, rabia, desesperación, sentimiento de injusticia, desesperanza, impotencia, vulnerabilidad. De
hecho, hace tiempo que tengo la sospecha de que lo único que importa en
nuestras vidas es la forma en la que reaccionamos a ese dolor. La gente tiende
a clasificar a las personas como buenas o malas, y les es incluso difícil
imaginar que un “alma buena” haya sido alguna vez “mala”. Consciente o
inconscientemente, todos nosotros nos clasificamos a nosotros mismos como almas
“buenas”, “malas” o “regulares”, comparándonos con lo que podría ser la media
de bondad/maldad nacional. Posiblemente todos nosotros diríamos que somos
regulares, porque en los extremos están los santos como la Madre Teresa de
Calcuta por un lado, y los “seres demoníacos” tipo asesinos en serie por el
otro. Y nadie se da cuenta de que en realidad todos somos iguales y la línea
que separa la “bondad” de la “maldad” es demasiado fina como para quedarnos
tranquilos. Déjate llevar por alguna de esas emociones, por tus instintos más
básicos, solo por un segundo, y verás qué pronto te conviertes en un asesino.
Recuerdes o
no vidas pasadas, las emociones están ahí, quizá algo adormiladas, pero están
igualmente. Alguien puede tener tendencias suicidas desde su juventud sin que
nadie entienda por qué... y puede tenerlas por algo que le ocurrió en la guerra
de Vietnam, en una vida anterior. He conocido varios casos de este tipo,
incluyéndome a mí misma. Vivir algo tan traumático como una guerra, seas
soldado o civil, víctima o agresor, deja profundas huellas en el alma que no se
borran tras la muerte. Muchas veces lleva más de una vida superarlas. El dolor
puede hacer que sientas una ira inexplicable hacia todo lo que tienes
alrededor, sean personas o cosas. También puede hacer que a consecuencia de ese
dolor que alguien te infligió en otra vida, ahora tengas miedo a determinadas
situaciones, porque temes que te vuelva a ocurrir lo mismo. Puede traerte
deseos de autodestrucción, que te rebeles contra una vida que tuviste antes
pero que perdiste y aún no comprendes el porqué. Puede que decidas hacer sufrir
a los demás como venganza por lo que tuviste tú que sufrir. Los seres humanos
somos harto complicados, y muchos reencarnacionistas nos preguntamos con
frecuencia cómo cambiaría el mundo si solo tuviéramos una perspectiva un poco
más amplia y fuéramos capaces de comprender que nuestras vivencias no se
reducen a lo que hayamos podido experimentar en nuestra corta existencia
actual.
Nos queda aún
tanto por aprender...
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